En el país con más procesiones católicas del mundo, con santos y vírgenes sacados a pasear para jolgorio general y con tantas iglesias e imágenes que pueblan nuestra realidad y nuestra historia es un sarcasmo la preocupación de los obispos por la presunta intención de sacar la religión de la vida pública.
Dicen que "en no pocos ambientes resulta difícil manifestarse como cristiano: parece que lo único correcto y a la altura de los tiempos es hacerlo como agnóstico y partidario de un laicismo radical y excluyente. Algunos sectores pretenden excluir a los católicos de la vida pública y acelerar la implantación del laicismo y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia".
Su propia historia y pensamiento los traiciona. La jerarquía católica debería haber aprendido ya que los laicos no piensan ni defienden, como ellos, la exclusividad de su pensamiento, valores y leyes (artículo 16 de la Constitución).
Ellos (una mayoría de la jerarquía, a diferencia de una parte de los católicos y de muchos curas demócratas) sí lo hicieron durante toda la historia de España. Por eso creen que los demás padecen el mismo vicio.
Ni las 105 horas de religión en la escuela ni el ventajoso acuerdo de financiación recibido los calman.
Su codicia material y espiritual es insaciable.
Los laicistas defienden que no hay ninguna religión de estado y que los valores cristianos no son políticos ni legales, aunque algunos coincidan con la democracia, el humanismo y la defensa de las libertades y derechos humanos.
Ellos siguen empeñados en plantar crucifijos y estampitas por los lugares públicos para colonizar terreno, pasión imperialista.
Dominar territorios siempre se les ha dado mejor que convencer almas.
Andan los prelados agitando sus negras presencias porque pierden terreno y cuota de mercado. Su enemigo no es el ateísmo, sino las iglesias y los cultos particulares. De las iglesias nacionalistas -herederas y sucesoras del nacionalcatolicismo español de siempre- a los cultos protestantes traídos por los inmigrantes y al islam que vuelve del sur y del este.
Estos cultos viajan y viven con sus feligreses mientras la jerarquía eclesiástica española vive el retiro de las sacristías y el poder, alejados de sus misioneros, sus obras sociales, sus creyentes.
Frente a esta grey relativista de la sociedad del ocio, vociferante e hipócrita con la asignatura de religión y las alharacas públicas y siempre tan condescendiente con los pecados privados, los obispos quieren un ejército de dios que exprese su fe en privado y público.
Más les valdría lo contrario, por aquello de la salvación de las almas. Menos profesión de fe pública y más virtud privada.
Los católicos están en su derecho de ser y parecer mientras no violenten a los demás. Por eso es necesario eliminar la simbología católica de los lugares de todos los ciudadanos: los símbolos de la iglesia no son los del estado.
Todavía cuando se leen las Orientaciones morales ante la situación actual de España publicadas por la Conferencia Episcopal uno no deja de sorprenderse con la miseria intelectual de estos obispos y su visión parcial y teocrática de la historia de España.
Más laicismo, por favor.