Se reencontraron el otro día, en Oviedo. 70 años les separaban desde la niñez. Ahora andan por los 90. La última vez que se vieron se disparaban sin ganas desde dos frentes opuestos.
Antes, en aquellos tres años (1936-1939) se habían visto varias veces. Casi como en el pueblo, antes de cargarse con el fusil. Estaban donde les pilló. Vivían en Pola de Siero y no tuvieron opción.
Uno estuvo siempre con los nacionales, era demasiado joven para tener ideología, había comenzado a trabajar en la mina y su casa, su calle y su historia lo metió en un bando.
El otro fue a la guerra porque su madre se empeñó. ¡Eran tantos hermanos! ¡Y todos a pegar tiros por el monte en lugar de trabajar y traer dinero a casa!
Cosas de los hombres, ya se sabe.
Vete tú, que tu hermano se quede para bajar a la mina y traer dinero con que compraros de comer.
Y allá fue. Era el pequeño, el saber de su madre se impuso. Quedó el que mejor trabajo tenía cuando ya los mayores andaban en la montería fratricida.
Empezó con los rojos. Minero (nuevo), pero minero, ¡qué carajo!
¡Hostia -pensaba-, pero qué mal se come aquí! Todo el día echado al monte disparando sombras que no ves. O peor, se quedaban amartillados en las trincheras, a unos metros, viéndose las caras, como cuando se las veían en la plaza o al entrar en la galería. Compañeros.
Cuando los oficiales se marchaban pegaban tiros a los sacos terreros, afinando para no darse unos a otros, pero que se viera qué buenos soldados eran.
Un día dejó a los rojos. En el frente un amigo le dijo que con los nacionales se comía mejor, tenían más balas y el equipo daba más abrigo.
Así que se cambió de bando. La tía se había cansado en el Naranco, cerca de Oviedo, de traerle comida caliente. Eran demasiados hermanos, pegaban demasiados tiros y no había mucho de comer después de tanto tiempo de guerra.
La última vez que se vieron estaban allí. En el Naranco. Cada uno a un lado. Gritaban para preguntarse por gente del pueblo. Disparaban cuando se acercaban los oficiales. Hablaban cuando se alejaban.
La puta guerra. Con lo felices que estaban empezando su vida de mineros. Y las fiestas de La Pola. Venían mozos y mozas hasta de Somiedo y Babia.
Y estos a tiros.
90 años. Una vez se quedó dormido. Exhausto. Tanto que se fueron los suyos. Cuando despertó estaba con los otros. Uno de cerca lo reconoció: "Calla y ven con nosotros", le dijo. Fue una de las veces que cambió de bando.
En cuanto pudo volvió al otro. Sólo porque su tía llegó con la comida y no lo encontraba. Lo daban por muerto. ¡Leches! 90 años, tú. Y encontrarse así, en una calle de Oviedo. Y reconocerse.
(Es una historia real que me contaban el otro día).
El congreso debate la memoria histórica.
P21 | Tenemos memoria