A un teniente general jefe de la Fuerza Terrestre como José Mena Aguado se le suponen dotes estratégicas, por eso todo este lío no puede ser sino una artera maniobra para alcanzar justos objetivos. Y además, rápidos, como corresponden a la guerra moderna y a un hombre a punto de la jubilación o reserva tras más de 40 años de servicio.
Porqué, ¿qué ha conseguido el general con sus palabras?
Lo primero, forzar al gobierno a un escarmiento ejemplar en su propia persona y la ocasión de hacer una segunda limpia de los cuarteles. Si la primera sobrevino tras el intento de golpe del 23F de 1981, a la indiscreción de Mena puede seguir la depuración de lo poquísimo del antiguo régimen que queda en los cuartos de banderas, acechados ya por la inevitable selección natural de la edad.
Segundo, dar un fuerte empujón a la reforma del estatuto de Cataluña. El negociador Alfredo Pérez Rubalcaba estará contento. Los negociadores catalanes son conscientes: cualquier demora en la tramitación del estatuto y en un acuerdo válido y constitucional da bazas no ya a los opositores, sino a revivir lo peor de la intransigencia de unos y otros. El miedo es un factor muy poderoso en política y CiU, atenta al mayor rédito electoral, ya estaba a punto de aceptar componendas.
Joan Puig, diputado de Esquerra, alerta sobre la inquietud de algunos jefes militares. Así que ahora, a empujar todos.
Tercero, descolocar al PP y a una parte de la derecha española antiliberal que sigue anclada en aquello que Vicente Palacio Atard, el gran historiador del siglo XIX, centuria de pronunciamientos y cuartelazos, llamaba el régimen de los generales.
Decía el historiador que "el pronunciamiento está en razón de la incapacidad del sistema electoral para crear un poder civil firme", problema superado desde la Transición. Señalaba Atard que el poder militar se alió con las clases medias para darles seguridad y "suplir un vacío existente y dotar al gobierno de la autoridad y fuerza necesaria para el ejercicio del poder". Afortunadamente esas urgencias están muy lejos de la España actual por mucho que a algunos el ejecutivo Zapatero se les antoje un gobierno débil e ineficaz.
Hoy España no tiene ni generales victoriosos ni vacíos para cubrir con trompadas y mosquetones, aunque las ideas de muchos políticos sean tan débiles como las de nuestros borbones decimonónicos.
Unos políticos y unos ciudadanos quieren cambiar su relación con los otros en un país democrático, presentan un proyecto de acuerdo a la ley y es discutido, pactado y enmendado para que pueda ser ley, constitucional y democrática, votada por el parlamento autonómico, las Cortes Generales y los ciudadanos de la autonomía.
Y si no cumple la ley para eso está el Tribunal Constitucional.
Recuérdese además, como bien dice Roberto Blanco, que donde los militares hacen política nadie más puede hacerla, porque contra la amenaza de las pistolas la razón no alcanza.
Pero además el general Mena no habrá querido sacar a pasear fantasmas de banderas raídas después de un discurso de elogio del ejército moderno, democrático y eficiente, y de su glosa de las leyes en marcha para su mejora.
Es una maniobra de un gran estratega. No cabe duda. Huelgan algunos articulistas en despachar culpas donde no las hay ni en molestarse en lecturas sectáreas de las leyes.
El teniente general Mena es un gran demócrata empeñado en hacer el último servicio a su país: empujar la reforma del estatuto catalán para que se adecúe a la Constitución en el plazo más breve, y así se calme un poco la crispación ambiental, que el efecto infierno de la vida pública es más pertinaz que la sequía.
Un patriota, vamos. Eso sí, constitucional, no de hojalata.