La petición de ERC a los cargos políticos y empleados no funcionarios de la Generalitat de donaciones y afiliación al partido es el último ejemplo de la deriva clientelista y mafiosa de una política hiperprofesionalizada y con demasiado poder sobre la economía, las instituciones y la sociedad.
Los fundadores de la primera democracia moderna, la norteamericana, ya avisaron del peligro del sistema de partidos para el bien común por su desaforado interés en el provecho propio.
ERC no es el único partido que recauda una parte de las cuotas de sus cargos públicos. Izquierda Unida y otras formaciones también reciben una parte de los beneficios de sus cargos políticos, fundamentalmente de los electos.
Pero el impuesto de ERC ha revelado lo que todo el mundo sabe: el resurgimiento del clientelismo. Sólo los fieles son llamados a los cargos y empleos públicos como sólo los empresarios dóciles, cercanos y obsequiosos tienen garantías para adjudicarse los concursos de las obras y servicios públicos.
Todos los partidos vinculan sus puestos en la administración con su aparato y el perfume de las poltronas divide a los que mandan de los aspirantes y mandados.
España vuelve al clientelismo a lomos de la inflación de cargos públicos y una política profesional (en el mal sentido de la palabra) donde la afiliación, la obediencia y la jerarquía son más importantes que las ideas, la independencia y la iniciativa. Nuestro sistema electoral, partidista y cerrado, tiene gran parte de la culpa y la recuperación de la democracia no ha servido tanto para un fortalecimiento real de la idea del servicio público como para la reinstauración de un nuevo sector laboral y económico sustentado por los impuestos, alejado de la meritocracia, de la elección libre y abierta de los ciudadanos y mucho más cercano a los clanes y las obediencias.
Volvemos al clientelismo de partidos cerrados y ambiciosos de poder para mantener sus poderosas estructuras.
Thomas Jefferson defendía la necesidad de una revolución cada veinte años para evitar los abusos de los políticos. Treinta años después de la transición democrática quizá no haga falta una revolución, pero sí una reforma del sistema para mejorar la participación y reducir los abusos y la sobredimensión de esta España de política burocratizada.
P21 | Un mapa para medir la apertura de los partidos