Cuando los diputados se ponen a leer el diccionario con el anteojo de la miope corrección política acaban denunciando al idioma, canalla y deslenguado como sus hablantes y su historia.
La última versión (vigésimo tercera) del Diccionario de la Real Academia recoge dos acepciones de gallego como tonto y tartamudo, originarias de Costa Rica y El Salvador.
Al diputado del BNG Bieito Lobeira le parecen "vejatorios y peyorativos" y pide su retirada del diccionario. A mí me han llamado gallego toda la vida y en Latinoamérica he presumido siempre de ser regallego: por ser de Betanzos; por ser gallego (español) en varias naciones como Argentina, Uruguay o Colombia, y por asumir algunos atributos (tópicos o reales) de mi origen.
Es el sino de los pueblos de viajeros y emigrantes. Te llaman de todo. Pero no es bueno abrir espacio a la molestia y sí aprovechar el despertar de la curiosidad por los orígenes.
En el primer diccionario del Tesoro accesible, el de autoridades de 1734, se define gallego como "cosa perteneciente a Galicia, gente gallega" y se alude al tocino gallego y al viento cauro. En el último que tengo en papel, el de 1992 (vigésimo primera edición) el gallego ha crecido en definición como lo ha hecho en estima y en posición. Ya se habla de vientos, mesas, nabos, lagartijas y aves de España y América, pero no todavía de las definiciones molestas.
Pero ahora las academias de aquí y de allende el océano han preparado un diccionario para todos los castellanoparlantes y las sonoridades y sentidos de aquella tierra nos invaden. Recogemos la riqueza de un idioma y también nos traemos alguna incomodidad. Pero es preferible saber a ignorar.
El diputado ofendido también se queja de las definiciones "más extensas" de español, catalán o vasco. Y ahí me puede, porque por mucho que busco en mis papeles y en la Red no encuentro justificación a su queja.
Diga lo que diga el diccionario, me reivindico regallego, con orgullo y sin soberbia.