Le han llamado posibilismo. Y es lo que debía ser. Se ha dicho que la transición española vivió en La Vanguardia una etapa de precalentamiento. Al fiero director Luis de Galinsonga, al que Paul Preston llamó "uno de los más serviciales admiradores de Franco", le tuvieron que tapiar la puerta del despacho para echarlo. Cada artículo suyo parecía escrito para "amargar el desayuno a los lectores", cuenta Carlos Nadal. Todavía hoy tiene discípulos.
Años después, en 1969, llegaría a la dirección Horacio Sáenz Guerrero, políglota, traductor de guiones de cine, corresponsal de Time, la extinta Life y The New York Times. Fue el primer director autorizado a Carlos Godó por el régimen franquista. Y La Vanguardia se hizo pactista, que así se llamó entonces al compromiso democrático, la reinstauración monárquica y la reivindicación de la autonomía catalana.
Por entonces se hizo popular el dicho de Lorenzo Gomis como línea editorial: distinguir lo que "hace o no hace Vanguardia".
Cintura. Mucha cintura y unas pocas ideas claras. Y con ese cimbreo vivió el periódico los años de un director que ahora Anna Nogué, subdirectora de la Agència Catalana de Notícies y doctora en Comunicación por la Universidad de Navarra, y Carlos Barrera, profesor de Historia del Periodismo Español en la Facultad de Comunicación de la misma universidad, reviven en un libro titulado: La Vanguardia, del franquismo a la democracia (Fragua, 2006).
En el volumen se cuentan esos años de intensa política y expansión del diario catalán hasta la sustitución de Sáenz Guerrero por Lluís Foix en 1983. Para recuperarlos los autores han contado con material de primera mano: el archivo personal del propio ex director del diario barcelonés.