Dos periodistas norteamericanos, Judith Miller, de The New York Times, y Matthew Cooper, de Time, se enfrentan a penas de prisión si no revelan quién descubrió la identidad de una espía de la CIA, Valerie Plame, esposa de un embajador norteamericano, Joseph Wilson, que se atrevió a escribir un artículo en el diario neoyorkino denunciando la mentira de la presunta compra por el régimen de Sadam Hussein de tubos de uranio enriquecido en África.
El presidente George W. Bush había acusado a Irak de la operación para fundamentar la necesidad de la invasión y evitar el uso de las inexistentes armas de destrucción masiva.
Robert Novak, un columnista republicano, desveló el nombre de la espía. Judith Miller investigó el caso pero nunca lo publicó. Matthew Cooper escribió un artículo en el que nombraba a la agente norteamericana. Miller y Cooper se enfrentan a 18 meses de prisión por no revelar sus fuentes, acusados del delito de revelar la identidad de un espía, una acusación puesta en duda pero para la que se ha nombrado un juez especial.
¿Y Novak? ¿No fue él quien descubrió a la espía?
Algunas informaciones sugieren un trato con el juez para descubrir al soplón.
Todo suena a un gran encubrimiento con un final lamentable para el periodismo. Sin fuentes confidenciales no es posible llegar a la verdad de muchas noticias. 49 estados norteamericanos están de acuerdo. La justicia federal (nacional), no.
Lo estaba en 1971, cuando eximió de culpa a The New York Times por investigar el caso de los papeles del Pentágono, que descubrieron la verdad de la creciente implicación norteamericana en la guerra de Vietnam.
Entonces la libertad de prensa se situó por encima de las consecuencias de la información veraz.
Ahora se argumenta que el interés público de reforzar la ley está por encima del secreto de los periodistas. Pero la defensa de los acusados insiste en que la prensa libre es imprescindible para una democracia sana y para evitar los abusos del poder.
Así fue en el caso Watergate, tan aireado ahora que ha salido de la oscuridad Garganta Profunda, la fuente anónima más famosa de la historia.
El periodismo se enfrenta a una fuerte ofensiva contra el derecho a no revelar fuentes confidenciales y en favor de otras interpretaciones restrictivas de la libertad de informar.
Las razones:
1. La ofensiva de una política cada vez más totalitaria, empeñada en proteger privilegios e intereses propios o de los poderes que los apoyan. Cada vez menos dispuesta a dar razón de sus actos ante los ciudadanos.
2. El descrédito del periodismo por dos razones fundamentales:
--la crisis de credibilidad;
--los abusos del sensacionalismo y la información espectáculo.
3. El asalto ciudadano a la información y los medios con su reivindicación de que los derechos de los periodistas deben ser extendidos a todos en el acto de informar (blogueros, denuncias públicas, etc.)
El affaire Plame suena a historia de venganza interna: un diplomático deja en entredicho las palabras de su presidente y su mujer, agente de la CIA (aunque está en duda que fuera encubierta), es expuesta como espía por un columnista obsequioso con los republicanos y bastante parcial.
Por cierto, Judith Miller, la periodista del Times, fue acusada antes de ser cómplice de Ahmed Chalabi, el hombre del Pentágono para ser líder de Irak y luego caído en desgracia, en la falsa denuncia de las armas de destrucción masiva de Sadam.
No cabe duda de que se trata de una amenaza a la libertad de informar que sólo acabará bien si sirve de base a una reflexión para:
1. Volver a situar a los políticos bajo la égida de la ley y el juicio de los ciudadanos, la famosa responsabilidad o accountability, para lo que es imprescindible la transparencia en el gobierno.
2. Luchar contra los abusos del derecho a la información (sensacionalismo, información espectáculo, etc.) y volver a situar el bien o interés público, el descubrimiento de actuaciones delictivas o inapropiadas, la vigilancia de los poderes públicos, etc. como guías de la actuación periodística, así como preservar la independencia entre medios y poderes.
3. Extender los derechos de los informadores a todo ciudadano en el acto de informar. El sujeto de la confidencialidad de las fuentes o del derecho de acceso a documentación e información no deben ser los periodistas, sino todos los ciudadanos que accedan a ellos para realizar un acto informativo: de comunicación pública por el medio que sea de su investigación.