El gran triunfo de Juan Pablo II ha sido devolver a la iglesia católica su liderazgo. El papa polaco ha restituido a los católicos el orgullo de la fe para luchar con los pecados íntimos y contra las amenazas del mundo material.
Karol Wojtyla emprendió una gran lucha por la libertad individual para defender el derecho personal de escoger y entregarse a Dios. Primero contra el comunismo, luego sobreponiéndose al atentado de un musulmán, después contra el materialismo capitalista, siempre contra el aggiornamento que dejó una iglesia débil, postrada.
Para el papa muerto, al que por esa devolución del poder y el liderazgo a la tiara ya llaman Magno o Grande, la libertad de la persona guiada por el espíritu sometido a la iglesia era la mejor forma de manifestar la gloria de Dios en la tierra.
Fue un papa valiente que hurtó a la izquierda y el progresismo la corona de la liberación individual. Ha sido el principal inspirador de una nueva derecha que comprendió la necesidad de fortalecer y argumentar su mensaje envolviéndolo en la moral.
Aprendieron bien los neoconservadores norteamericanos primero y más tarde sus seguidores europeos.
La izquierda se había apropiado desde los años 50 del pasado siglo de la bandera de la lucha por el yo y su radical libertad (de conciencia, sexual, cívica, de bien morir, etc.).
Juan Pablo II luchó con un mensaje revolucionario y bien comunicado, de rigor, creencias firmes y orgullo, contra las facilidades del hedonismo, que dieron en la falta de compromiso y la desorientación de tantos jóvenes.
El papa polaco conocía en carne propia la importancia del partido y su guía en el comunismo, la necesidad de expulsar a los desviacionistas, y aplicó la práctica revolucionaria del leninismo a la iglesia católica.
Y por eso los más jóvenes fueron los primeros en volver sus voluntades hacia él, Papa políglota y tronante. Totus tuus, esa radical voluntad de entrega a Dios, al camino de la santidad (tan cercano a Escrivá de Balaguer y los movimientos neocatecumenales), la exhibición constante de ánimo y apoyo con sus viajes y palabra, el ejemplo de cientos de nuevos santos y miles de beatos, entre ellos los católicos y religiosos muertos y asesinados en la Guerra Civil. Siempre del bando de la cruzada y sin condenar el apoyo de la iglesia española al dictador Franco.
Wojtyla explotó el poder del mensaje y los símbolos en la era de la imagen. La iglesia recuperó el poder de los iconos y el verbo. Ha sido el más grande de los propagandistas católicos, un empeño y misión a la que la iglesia parecía haber renunciado.
Por eso ahora, en un mundo marcado por la lucha entre la globalización y sus descontentos, con la resurgencia de un islam combativo y la búsqueda del mensaje religioso como norma espiritual y de vida por muchos, el cónclave tiene una difícil misión.
Por tradición a un papa conservador sucede uno más liberal. Esa ley del péndulo (más en el estilo que en el argumento) vista hace poco en la Conferencia Episcopal española. Pero un papa menos riguroso que Wojtyla puede sofocar la llama encendida. La iglesia penó por muchos vagabundeando sin liderazgo hasta que la furia del polaco le devolvió su cetro al vicario de Cristo y a su grey.
El cónclave tiene una difícil misión. Se habla de un papa del subdesarrollo: quizá latinoamericano por cantidad de fieles; quizá africano, mariscal en el principal campo de batalla islam/cristianismo. Un papa de entre los gentiles para simbolizar la universalidad no etnocéntrica de la iglesia y su mensaje. Salir del ombligo judeocristiano. Los italianos quieren recuperar el espacio perdido en este largo cuarto de siglo de un papa venido del frío.
Pero la elección del nuevo papa enfrenta el dilema imperial. ¿Será un papa fuerte y ortodoxo, de mensaje sin fisuras, o sucumbirá la iglesia a la tentación del guante de terciopelo?
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