Claudio Escribano dejará la subdirección del periódico argentino La Nación el próximo 5 de marzo, cuando cumpla 50 años de trabajo en la tribuna de doctrina fundada por Bartolomé Mitre y ahora regentada por los hermanos Saguier.
Escribano lo ha sido todo en el periodismo argentino. Lo mejor para unos y lo peor para otros. Ha sido poder y contrapoder, pero siempre una presencia constante. Con sus pasos ha caminado La Nación durante mucho tiempo al ritmo de sus palabras y su pensamiento. Escribano es un hombre de palabra amplia y pensamiento a menudo impenetrable, un periodista de vieja guardia, asentado en las tradiciones, la observación curiosa de la realidad, sus profundas lecturas y un manejo infinito de los pasillos del poder, destreza origen de sus mayores éxitos y de grandes arrepentimientos.
En los últimos años encarnó el monstruo anti Kichner, un presidente y una forma de gobernar con la que chocaba por convicción, posición e ideas.
Claudio Escribano cuenta que Néstor Kirchner le invitó a desayunar tras la primera vuelta de las elecciones de 2003 para entablar una conversación sobre la posición de La Nación en esos decisivos momentos. Escribano defendió la independencia y posición institucional del diario. Luego puso fin a una conversación que se prolongaba demasiado.
El tiempo. Quien tiene el tiempo tiene el poder y mi recuerdo de Escribano es lo dueño que era de su tiempo y de las horas del diario.
Lo conocí cuando varios profesionales aterrizamos en La Nación para ayudar a hacer una modernización del diario y prepararlo para el siglo XXI, una era que ya no pertenece a los hombres de la estirpe del subdirector que pronto dejará de serlo.
Nos preocupaba el tiempo porque La Nación a la que llegué andaba al paso lento de las maderas oscuras de sus despachos más antiguos mientras en otros corrían cambios empresariales, periodísticos, de producto, etc. con la velocidad del acero propia de un rescate informativo y financiero.
Escribano nunca perdía el tiempo y conversábamos a menudo de pie, en un pasillo de la redacción, delante de su vieja mesa situada en el puesto de mando de la nueva sala. Tanto nos preocupaba el tiempo que rescatamos una vieja mesa redonda y pequeña para hacer las reuniones de tapa alrededor de ella, de pie.
En la mesa redonda los jefes del diario disputaban espacios y comentaban propuestas. Se incorporaba a los redactores para defender las mejores y más críticas propuestas sin ceremonia, preferencia o diferencia, como dice el Diccionario a propósito del mueble.
Escribano era el tiempo de La Nación.
Pero "más importante que llegar es saber irse", dijo en el anuncio de su despedida. Y este hombre no malgasta su tiempo ni el de los otros.
En el último año el conflicto abierto entre Kirchner y las posiciones representandas por Escribano se trasladaron a un enfrentamiento entre el gobierno argentino y la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). La vocación del peronismo de dominar la prensa reapareció con toda su fuerza y Reporteros sin Fronteras denunció también la situación.
La polvareda hizo airear a muchos las viejas sospechas sobre la SIP y se resucitó la peor época de Escribano y su debilidad con la dictadura militar. El propio presidente se preocupó de recordarlo públicamente para reforzar su frente en su personal batalla.
El pasado se convirtió en política del presente y el tiempo se puso en contra de Escribano.
"La prensa en América latina nació partidista y militante", recordaba Horacio Verbitsky en un reciente encuentro sobre prensa y poder. Y rápidamente situó al subdirector de La Nación y a él mismo y a Página 12 en dos polos de la política argentina.
El tiempo no pasa en vano y cuando su ritmo no obedece la cadencia de las palabras mágicas, el poder de los brujos acaba.
Escribano será historia del periodismo reciente argentino, historia conflictiva en un país de crisis de vida y muerte como quedan pocos. Y este hombre no dejó pasar ningún tiempo sin acompasar su reloj.