Lo sabemos desde hace mucho tiempo. El poder de César, la moralidad de sus asesinos en los idus de marzo. Maquiavelo y la política de la fuerza como garantía del príncipe a sus súbditos. Luego el consenso, político y moral. Y contra esa ruptura del acuerdo por la libertad y el bien común en favor del mantenimiento del poder se ha rebelado Harold Pinter en su discurso como premio Nobel (traducción en español).
Cuando presidentes como Ronald Reagan dicen "los contras (nicaragüenses) son el equivalente moral de los Padres Fundadores", entonces George Washington, Tom Paine, James Madison y los demás deben estar revolviéndose en las tumbas de sus propias palabras.
"El poder arbitrario es más fácilmente establecido en las ruinas de la libertad", dijo Washington, y Thomas Jefferson recordaba que "un hombre honesto no puede sentir placer en ejercer el poder sobre sus conciudadanos".
Pero los tiempos de la política como virtud han acabado. "El lenguaje político no está interesado en la verdad, sino en el poder y su mantenimiento. Para mantener el poder es esencial que la gente permanezca en la ignorancia, que viva en la ignorancia de la verdad. Lo que nos rodea es una vasta manta de mentiras".
Pinter es un autor político, un hombre como los entendía Aristóteles, cuya virtud ha consistido siempre en perseguir la verdad, cuestionarla con las palabras sin dejar de decirlas ante quien sea.
Por eso no se ha callado en su discurso ante la Academia Sueca en la distancia de la enfermedad, cuando su vida se agota pero no su voz y su denuncia.
Pinter nos reclamó a todos como ciudadanos que "definir la verdad de nuestras vidas y nuestra sociedad es una obligación esencial, un mandato" para sacudirse ese manto de mentira cómoda bajo la que muchas veces vivimos.
Y bajo ese mandato denunció la política de Estados Unidos y sus "conflictos de baja intensidad" pero de altísimo coste para las muchísimas vidas masacradas, las libertades sacrificadas, el retraso y el dolor de tantos países como Nicaragua, El Salvador, Filipinas, Irak y tantos otros.
Con su cruda contundencia a favor de la verdad Pinter nos pregunta porqué perdonamos a algunas democracias lo que nunca permitimos a las dictaduras, fascitas, soviéticas o cualquiera otras.
"El lenguaje se usa hoy para mantener al pensamiento en un aprieto. Las palabras 'el pueblo americano' (pronunciadas constantemente por Bush y los neoconservadores) producen un verdaderamente sensual cojín de tranquilidad. Tú no necesitas pensar. Sólo reposa en el cojín. El cojín puede sofocar tu inteligencia y tu capacidad critica pero es muy cómodo".
Pinter distingue el lenguaje de poder de la política del lenguaje de verdad del teatro, donde "hay que evitar sermonear a toda costa, la objetividad es esencial". Pero no en el lenguaje político de nuestros días. Y el autor propone un discurso al presidente George W. Bush:
"Dios es bueno. Dios es grande. Mi dios es el bueno. El Dios de Bin Laden es el malo. Él es un mal Dios. El dios de Sadam también era malo, aunque no tuviera ninguno. Él era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no cortamos las cabezas de la gente. Nosotros creemos en la libertad. Como Dios. Yo no soy bárbaro. Yo soy el líder democráticamente elegido de una democracia amante de la libertad. Nosotros somos una sociedad compasiva. Nosotros damos una electrocución compasiva y una compasiva inyección letal. Nosotros somos una gran nación. Yo no soy un dictador. Lo es él. Yo no soy un bárbaro. Lo es él. Y él. Todos ellos lo son. Yo tengo autoridad moral. ¿Ves mi puño? Esa es mi autoridad moral. Y no la olvides".
Y la sátira acaba en realismo cuando Pinter recuerda el aburrimiento de los torturadores, que acaban buscando la risa como en Abu Ghraib.
Vale la pena no olvidar el mandato ciudadano que Pinter nos recuerda para evitar esa risa paseada por Europa en aviones y prisiones fantasma.
Política de verdad, no de poder.