"Cada día me queda menos de mí misma".
La frase de Ingrid Betancourt, la ex candidata a la presidencia colombiana secuestrada desde hace seis años por las FARC, es una perversa alegoría de la tragedia de un rehén y del drama de Latinoamérica.
"La vida aquí no es vida".
Betancourt es una mujer al borde de sí misma, enajenada y agotada por el cautiverio. Torturada durante tanto tiempo por la guerrilla es la personificación del extrañamiento, de esa sensación de vivir muertos de la que esta mujer muere en una carta a su madre desde el infierno.
Como ella, sus captores. Como ella, ese territorio que desde la Patagonia al Río Grande y su valla de la ignominia le cuesta tanto encontrarse a sí mismo y reconocer a los otros como propios.
"Aquí nada es propio, nada dura, la incertidumbre y la precariedad son la única constante".
Las palabras de Ingrid Betancourt son la metáfora de lo que tantos sienten en un continente donde la separación entre los poderosos y el pueblo es endémica. El gran problema de Latinoamérica y la causa de gran parte de sus males es la desigualdad.
Y esa desigualdad nace y arraiga en el extrañamiento. La terrible separación entre unos y otros, los que viven y quienes están atrapados en una existencia donde, como a los secuestrados, el presente no es más que un intervalo movido por los hilos de otros, inalcanzables.
Por eso no sorprenden -aunque maravillan en su dolor- las reflexiones de esta mujer sobre su país y la comparación con Estados Unidos o Francia, sus queridos modelos de naciones de ciudadanos.
"En Colombia todavía tenemos que pensar de dónde venimos, quiénes somos y a dónde queremos ir".
Allí y en todo el continente, donde una mayoría de la población vive desde hace siglos viendo a los otros como extraños. De los cerros empobrecidos a los centros comerciales al estilo yanqui. De los arrabales de los basureros a las estatuas omnipresentes de generales míticos.
Países sin ciudadanos. Humanidad sin semejantes.
"Yo aspiro a que algún día tengamos esa sed de grandeza que hace surgir a los pueblos de la nada hacia el sol. Cuando seamos incondicionales ante la defensa de la vida y de la libertad de los nuestros, es decir, cuando seamos menos individualistas y más solidarios, menos indiferentes y más comprometidos, menos intolerantes y más compasivos".
El grito de Betancourt tiene la lucidez del sufrimiento. Hija de las élites del continente sufre ahora una penuria y una falta de libertad que recuerda demasiado a la de los más desfavorecidos.
"Aquí en esta selva la única respuesta a todo es 'no'. Es mejor, entonces, no querer nada para quedar libre al menos de deseos".
La renuncia y falta de voluntad de Ingrid recuerda las miradas vacías de los habitantes de las favelas y los ranchitos. Gentes libres de deseos por la imposibilidad de conseguirlos. Hasta de tenerlos.
Personas y países secuestrados, ausentes de naciones y extraños de sí mismos.
Ingrid al menos puede luchar por "mantener la curiosidad intelectual viva". Tantos, tantos, no pueden ni siquiera aspirar a eso. Nunca les llegó el alimento ni la educación, ni la suerte, para poder ser curiosos.
Ingrid Betancourt ha escrito más y mejor sobre la tragedia de Latinoamérica en estas cuartillas del tormento que muchos sociólogos e historiadores, que tantos políticos.
Para ella y para el resto de los secuestrados, por la fuerza o la desigualdad, la ilusión sólo puede estar en dejar de ser extraños para que, como ella misma ambiciona, prime "la prioridad de la vida del ser humano sobre cualquier otro interés".
Sólo entonces Latinoamérica saldrá de su largo secuestro.