Azel soñaba un agujero en medio del mar. Un enorme remolino negro tragándose a quienes cruzaban el ponto en busca de un destino soñado. La pesadilla del personaje de Partir, la última novela de Tahar Ben Jelloun, habrá devorado a una veintena de personas más en su negra tumba.
Necesitamos más gente. Alrededor de cuatro millones de trabajadores extranjeros hasta 2020, según el último estudio, pero la hipocresía y la manipulación política son demasiado grandes.
Cuando se ponen matrículas a las personas las hacemos cosas. Existen las fronteras como muros entre personas y levantamos más vallas. La ayuda al desarrollo es la nueva caridad, pero nos cuesta más convivir, enseñar y aprender juntos, la mejor forma de crear comunidad.
Lo pide Ben Jelloun en una entrevista en ABC donde subraya la falta de un proyecto común europeo sobre la inmigración como denuncia el falso compromiso de los gobernantes árabes y africanos con una sociedad cuya única esperanza no sea el islamismo.
"La diferencia entre Occidente y el islam es que ustedes reconocen al individuo, y nosotros no le dejamos aflorar".
Las palabras del marroquí de Fez son el centro del remolino devorador de Azel. Destruye la razón, la libertad y la ciudadanía al otro lado del estrecho y también es la amenaza de los nacionalismos y la Europa del miedo.
Manolo Rivas recordaba hace poco en El País un pueblo que emigró como pudo para defender la vida y la tierra que los expulsaba. De cayucos, desembarcos como se podía en Buenos Aires, Montevideo, La Habana o Caracas sabemos mucho.
Pero la memoria de los nuevos ricos es breve. E hipócrita.
La globalización también es esto. La mejor ayuda al desarrollo, desde siempre, es la emigración. Ese tránsito sustituyó a las conquistas. Los que salían trabajaban sacrificados y enviaban recursos impagables a sus familias. En su nueva vida creaban asociaciones y centros donde ayudarse y hacer pervivir una cultura de lejos. Pero también les ayudaba a ser mejores argentinos, uruguayos, venezolanos, mexicanos...
Los lazos informales, entre paisanos, fueron el éxito de la emigración española a América y Europa. Quizá deberíamos dar esa oportunidad a los que vienen y en lugar de diseminarlos sin raíces por España podríamos facilitar su encuentro con quienes conocen.
La inmigración es sabia. No va a donde no hay trabajo. El emigrante se busca la vida fuera de su tierra para conseguir un bienestar negado. Así lo hicieron durante mucho tiempo quienes se fueron de este país.
¿Hemos aprendido algo los hijos de los emigrantes?