Dos inmigrantes ecuatorianos están posiblemente muertos, víctimas de la última bomba de ETA, cuando esperaban a familiares y dormían en el aparcamiento de la T4 de Barajas.
ETA parece haber matado (a falta de hallar los cuerpos) a dos inmigrantes en el aeropuerto más moderno de España. Los expatriados de la globalización mueren por las bombas de una guerra antigua contra un enemigo ya inexistente en una de las catedrales laicas de la ciudadanía nómada.
Una metáfora triste y sangrienta de la sinrazón y el anacronismo del terrorismo.
"El nacionalismo es hambre de poder teñida de autoengaño", la definición de George Orwell es más vigente que nunca. La obsesión y la indiferencia a la realidad del nacionalismo radical vuelven a ponerse de manifiesto como esa inestabilidad (la gran debilidad del proceso de paz) que Orwell denunciaba.
En un mundo cada vez más abierto, con más gente moviéndose de un lugar a otro en busca de trabajo, futuro y una vida mejor algunos siguen empeñados en un turbio ideal desaparecido con los vestigios de los males y amenazas que lo hicieron surgir.
El terror y la maldad se resisten a desaparecer.
Un año nuevo más con la misma vieja condena.
ETA y su absurda violencia es uno de los últimos vestigios del franquismo. Otro es esa búsqueda cainita permanente de enemigos internos y la cerrazón endogámica de quienes se sienten amenazados (otra vez el mal de España padecido por Unamuno).
La explosión de ETA ha arrasado el diálogo para la paz en Euskadi. "Las treguas se abren desde la cúpula y se cierran desde los comandos", explica con agudeza Kepa Aulestia.
Quienes no saben vivir con los demás y sin enemigos no pueden entender ni tienen esperanzas en la paz y la democracia. La rabia los devora y agosta su capacidad de vivir con los demás, con los otros.
Dos modernos otros, esos inmigrantes cada vez más presentes en la vida real pero todavía invisibles para una gran parte de la sociedad, han muerto por la incapacidad de unos para reconocer a los otros.
Los totalitarios necesitan enemigos. "Cuando la comunidad colapsa, la identidad se inventa", ha dicho Eric Hobsbawm. Y algunos perviven escarbando el mundo y la comunidad inexistente en los rastrojos del pasado mientras otros, muertos en esta pesadilla, buscan fuera de su comunidad una vida sin etnicidad ni mito, anclada sólo en el desafío de la vida cotidiana.
La bomba de ETA se ha llevado dos vidas en busca de una existencia radicalmente distinta a la de quienes los mataron. Las víctimas estaban ahí para vivir un futuro para ellos y los suyos. Extraños en otro país y otras gentes para ser ellos.
Sus asesinos viven extrañados en un mundo inexistente. En guerra contra un enemigo ya enterrado por la democracia y el autogobierno de Euskadi.
Pero siguen encerrados, desconociendo y ajenos a los otros. Cuando las diferencias con el otro ya no son culturales ni vitales, los excluyentes necesitan crear extraños burocráticos. Hacer artificialmente ajenos a nuestros vecinos.
Pero "ser un extraño o estar en tierra extraña son estereotipos de la infelicidad", como ha descrito Ulrich Beck en un libro recomendado por Fernado Savater a los jóvenes vascos para que entendieran que convertir a los otros -los que no piensan como nosotros- en judíos, ese arquetípico gueto interior, sólo sirve para asegurar el daño, no su solución.
La bomba de ETA en Barajas ha enterrado a dos extranjeros que cada día son menos extraños para una mayoría que sus posibles homicidas, a pesar de su mayor distancia de origen y sangre.
La bomba de ETA ha enterrado otra vez la esperanza de la paz (Arsenio Escolar, Manuel Bragado) y amenaza con encerrar a más en su imposibilidad de reconocer y convivir con los otros.
Lo primero, a la izquierda abertzale y al sostén social e ideológico de los terroristas. Pero también a ciertas víctimas y a quienes las empujan a no reconocer realmente al enemigo y buscarlo en otros con la indiferencia a la realidad orwelliana.
Unos y otros se encierran en su propio gueto. Extraños entre sí y del resto de la sociedad.
Durante muchos años las víctimas del terrorismo fueron invisibles. La permisividad de una parte de la política y la sociedad con los violentos los ocultaba. Para otros su existencia era casi la vergüenza de la imposibilidad de acabar con el terror.
Las bombas pueden acabar con este intento del fin de la violencia, pero no deberíamos dejar que nos hiciera extraños, temerosos y enrabietados a unos de otros. Esa es la victoria de la patología del miedo.
Nadie es extraño, ni las víctimas de antes ni las de ahora. Y cuanto menos extraños sean y se sientan los que jalean y sustentan a los terroristas, la paz encontrará mejor el camino.
P21 | Zapatero suspende el proceso de paz