La televisión es monárquica. La monarquía se construye con la imagen. Es uno de los principios fundamentales de la videocracia. Los poderes supremos y taumatúrgicos dan mejor en televisión que los humanos y democráticos. Si nos fiamos de la ley de la teledemocracia los 6,5 millones de televidentes de 23F: el día más difícil del Rey sancionan la vigencia de la monarquía constitucional, aunque con unos cuantos votos menos que en 1978.
¿Y por qué en esta orgía de revival en dura pugna entre TVE y Antena 3 (23-F, historia de una traición, título más sugerente y menos hagiográfico) no se le ha ocurrido a nadie llamarle algo así como 23F: el día más difícil de la democracia o Historia de una resistencia? No. Los personajes colectivos no enganchan. Si la historia se hace nombre a nombre, imaginen la televisión.
La monarquía no sería sin la televisión. La pompa y el poder se representan con ventaja en la caja boba. Historia y ficción se confunden en las 625 líneas hasta que la verdad habita sólo en la programación. “No sabía mucho, pero anoche me he enterado de lo que pasó”, decía un telespectador en esos autopromos a los que TVE llama ahora telediarios. Así se escribe la historia. Donde los papeles y los archivos no han sido todavía desentrañados suficientemente por los historiadores llega la televisión y la realidad brilla en color.
La miniserie más vista de la historia. La historia vende en televisión. Pero tiene que ser un poco lejana para que el mito y la sugerencia de la imagen suplanten el recuerdo abotargado. TVE lo descubrió con el éxito de Cuéntame y sospecho que Imanol Arias será recibido en algún momento por el Rey triunfante.
Rey del rating. Juan Carlos I suma hace tiempo ese título. Felipe, príncipe heredero, es todavía un proyecto. Su figura da para llenar un Informe Semanal y mucha tertulia. Para miniserie, aún le falta. Ahora esperamos una película al menos tan buena como esa La reina donde Stephen Frears nos regaló un vistazo a las entretelas de las estancias regias.
Columna en Vocento y otros medios