En España ya viven oficialmente 43,97 millones de personas (INE, pdf), un 8,4% de ellos son extranjeros, 3,69 millones, 770.000 más que el año pasado. El país crece gracias a la inmigración, en lo material y en lo demás.
Los españoles comienzan a reconocer al otro. Esa alteridad bruscamente cercenada desde finales del siglo XV, cuando se impuso el mito de la pureza de sangre, que tanta muerte y tanta ignorancia trajo.
Esta vieja tierra agrietada de toro floreció con el paso de gentes y culturas de otros lugares. La Península Ibérica acogió saberes, religiones, costumbres y siempre hubo lugar para todos. Iberia siempre fue rica y sabia cuando reunió culturas. Se empobreció cuando se cerró como una concha tras las verjas de la religión y la monarquía.
Hoy los inmigrantes son mayoritariamente pobres y se asientan en las regiones más ricas: Baleares, Madrid, Valencia, Cataluña... y no llegan a las más pobres: Extremadura, Galicia, o donde la barrera nacionalista impone su yugo: País Vasco.
Los más numerosos: marroquíes, ecuatorianos, rumanos y colombianos. Entre los ricos: ingleses en persecución de sol y golf para el retiro dorado. Las dos caras de nuestro nuevo mundo: en busca de futuro o recostados para abandonarse tras lo ya vivido.
3,7 millones de personas ayudan a cambiar un país, a partir conchas, a demostrar la futilidad del nacionalismo y el enriquecimiento de las identidades cruzadas.
España es tierra mestiza.
Quizá haya que cuidar esa nueva brecha, esas sociedades empobrecidas por falta de gentes de otros lugares, de otros que nos ayuden a ser mejor nosotros.
Y también evitar la demagogia fácil e ignorante de los avivadores de fantasmas catastróficos, cuando la mayor amenaza son ellos.