Desde la derecha y desde cierta izquierda se desconfía cada día más de la democracia. Las razones: también crea monstruos (dictadores, cleptócratas, guerras, etc.), los políticos manipulan, engañan y son taimados, y los ciudadanos no están dotados para el ejercicio libre y responsable de la democracia.
La acusación contra el exceso de democracia es un reducto de la política del miedo y de la soberbia de algunos. Pero también es un epígono del debate entre la modernidad (razón, democracia formal, principios universales, estado nación, etc.) y la posmodernidad (sentimientos, modernidad reflexiva, simulación social, era de la flexibilidad social e individual, identidades líquidas, etc.).
El catedrático Gabriel Tortella aviva hoy en El País un debate muy manoseado en los medios de la derecha los últimos tiempos. Frente al talante huidizo y la metamorfosis política y social inspirada por el presidente Zapatero, los populares de Mariano Rajoy ondean los sagrados pendones del Estado (con mayúsculas), la Constitución, la fuerza del poder contra la inseguridad, etc.
Cada uno a la suya en esa catarata de manipulación y simulación de la realidad reseñada por Tortella siguiendo a Fareed Zakaria, estrella neocon reconvertido a realista al estilo kissingeriano.
La tesis es la aparición de una democracia iliberal, la falta de relación entre libertad y democracia, y la necesidad de llegar a una "democracia delegada" donde unos cuantos expertos aconsejen la política real a los gobernantes.
El poder tercerizado y alejado del control social directo para garantizar el bien común. Una simulación de democracia donde la política se restringe al dominio de los expertos.
¿Te suena?
Algo así como el despotismo ilustrado o la vieja república de los sabios. Un gobierno de expertos para orientar a los despistados e incautos ciudadanos, sólo capaces de juzgar con el voto a unos políticos que pasan su vida manipulándolos.
Slavoj Zizek denunció este pensamiento como un abuso de la vieja tecnocracia y los creadores de imagen (punditocracy, en el nuevo argot norteamericano), un nuevo poder emergente en la sociedad del conocimiento que se cree con autoridad para dirigir a quienes trata como incapaces para gobernarse a sí mismos.
Una falacia y un abuso antidemocrático.
"La cura de los males de la democracia es más democracia", como bien dijo John Dewey, el filósofo que entendió la democracia como personal y moral, como una forma de vivir en sociedad en reflexión con los demás. Y para eso los ciudadanos deben acceder a la información para mejorar su participación en los asuntos públicos, como más tarde defendería Jürgen Habermas con su opinión pública crítica.
El secuestro de información y participación es el problema de nuestra democracia, no el exceso de Zakaria y Tortella, que justifica ingenierías democráticas estatales en países arrasados como Irak o la conversión de la política en una simulación donde los ciudadanos dependen de la información y las cuentas que otros les dosifican.
El problema es la política como mercancía. El político como marketinero (en el centro político transitado por todos no hay creadores) y el ciudadano como consumidor.
La política bajo la ley de la oferta es un producto de usar y tirar. El ciudadano sólo tiene derecho a comprar en el supermercado de la banalidad o abstenerse.
No necesitamos más intermediarios ni más reguladores, sino más información y mejor producto.
Quizá por eso suspenden todos los líderes políticos en la valoración del último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
Y ni Zapatero ni Rajoy consiguen la confianza de la mayoría de los ciudadanos.
Si se analiza las instituciones con más confianza ciudadana, los protectores de la seguridad en esta sociedad del miedo (Bauman) y quienes están más en contacto con los problemas cotidianos son las más valoradas, además de una simbólica y populista monarquía de papel cuché.
Pero la lectura por filiación política ofrece otras pistas (pdf, pág. 14). Los votantes del PSOE valoran más las instituciones estatales, como el gobierno o el parlamento, donde mandan.
Los votantes populares y los nacionalistas desconfían de los órganos donde el poder de sus partidos y líderes es menor. Valoran sobre todo los órganos locales y autonómicos, donde su cuota de poder pervive.
Lo mismo ocurre con la percepción de algunos problemas. Casi dos tercios de los votantes del PP y CiU están muy preocupados por la inmigración. En el resto esa preocupación no llega a la mitad de los encuestados (pdf, pag. 7).
El problema quizá no sea el exceso de democracia, sino la polarización política de los ciudadanos y el rédito que los partidos sacan de esa situación. La impermeabilidad de muchos sectores sociales respecto a otros. La vieja negación del otro, el peor de los males del totalitarismo y el miedo.
¿Qué produce la crispación?
Sobre todo la falta de información y la manipulación política. Y no se curan con menos política, sino con más democracia: más información, más participación y responsabilidad de los políticos. La disciplina ciudadana y la democracia creativa reclamadas por Dewey.
Cercanía, apertura, sintonía con las preocupaciones reales de la ciudadanía, menos credos y verdades inmutables y más conversación reflexiva para arreglar juntos los problemas. Dos ejemplos próximos y bien diferentes pero con sustrato común: la sorpresa Ciutadans en Cataluña y la victoria de Ségolène Royal en las primarias socialistas francesas.
El problema es la hipertrofia de la democracia por la profesionalización de la política y su alejamiento del ciudadano común.
Nunca hemos tenido una sociedad tan preparada. Nunca hemos dispuesto de herramientas para la información y la participación más eficientes. Pero una gran parte de la información sigue secuestrada y la irresponsabilidad política es un cáncer galopante que explota ocasionalmente en corrupciones de ladrillo, beatiful people o ese engendro de democracia corporativa, la política secuestrada por los lobbies y el poder económico.
Muchos no oyen, pero el clamor es cada vez mayor.