José Luis Rodríguez Zapatero confía en la necesidad de la poltrona para desarmar a ETA. Como en El Padrino, sabe que puede hacer una oferta que el entorno etarra no puede rechazar. Batasuna necesita volver a las instituciones porque su tiempo y su dinero se acaban y como en toda mafia hay mucha gente a la que mantener. La terca y trágica defensa de la violencia le ha hecho perder crédito y apoyos. O vuelven a las instituciones para vivir de los impuestos de los ciudadanos o montan una franquicia de pinchos y sidrerías con las herrikotabernas.
Zapatero lo sabe. Es consciente de la efectividad de la persecución policial y la Ley de Partidos Políticos, y le honra haber sido su principal defensor apoyando al presidente José María Aznar desde que se convirtió en líder del PSOE.
Sabe también que la derrota total del terror no suele suceder porque sus peores raíces viven de lo más oscuro de una naturaleza humana hundida tantos años en su pesadilla. Duda también si es posible mantener por mucho tiempo una norma legal situada casi en la frontera del sistema democrático. La ley de partidos de 2002 recuerda la alemana o la austriaca, necesitadas de la condena perpetua del nazismo. Como toda ley de excepción sólo puede tener una vida breve para no sucumbir al error de recortar en exceso las libertades políticas estrechando demasiado las ideas o imponiendo una escolástica constitucional excesiva.
El fin de ETA no comenzó hace unos días cuando los supuestos mensajes llegaron a Moncloa. Lo hizo cuando Batasuna se embanderó de urgencia y como última solución en el moderno matriarcado eusquérico en forma de Partido de las Tierras Vascas. Había que volver como fuera a los escaños, a las diputaciones y los ayuntamientos, los campos del maná de la política profesional.
El presidente aparatchik y optimista antropológico escuchó el mensaje. Asumirlo le otorgaba dos fuertes armas para parar el plan Ibarretxe abogando por el modelo catalán sin ofender a muchos nacionalistas vascos y para empezar a guiñar el ojo a lo más político del entorno etarra.
El empecinamiento terco en la estrategia del no a todo del PP y del equipo de Rajoy cargó sus naves. Cuanto más se encastille el PP, más oportunidades para la España y el gobierno plural de Zapatero.
Batasuna necesitaba también la tribuna para defender las ideas mientras los cañones de las armas van enfriando. Más de 1.000 días sin muertos son una esperanza y una táctica. ETA necesita dinero, por eso mantiene la extorsión y las bombas contra las fuerzas económicas. Pero también necesita recuperar aliento ahora que sus activistas tienen menos fuerza y los chicos de la gasolina ya no son justificados por nadie.
Zapatero es el primer presidente del gobierno español que sólo ha tenido vida política democrática, nunca ha sido profesional de otra cosa. El primer aparatchik. Como los actuales dirigentes batasunos, incorporados al partido y al entorno etarra en la democracia. Los de antes están casi todos en la cárcel. La diferencia es que algunos pasaron por los años del plomo mientras ZP sólo deambuló por la Universidad de León como ayudante de derecho político. Su vocación y su arma.
Cuando apoyó la lucha antiterrorista de Aznar sabía que sería su triunfo. Zapatero, el pacificador. No ganaba sólo quién firmara la paz, sino quien pudiera construir un nuevo escenario político en Euskadi. Y ZP sabe de la ventaja del PSE-PSOE con el PNV frente a un PP convertido en ariete constitucional y anclado en un nihilismo de la crispación incapaz de reflexionar sobre cómo y porqué perdieron las elecciones del 14M.
Cuanto más tercas y agresivas las proclamas del PP, más espacio para el optimismo antropológico de quienes la política es la vida, el sueldo y el futuro. La estrategia del aparatchik no puede dejar de funcionar en un país plagado de políticos profesionales y deseoso, ante todo, de paz.
Zapatero juega ese envite contra el terror pese a sus excesos de locuacidad y el PP se empitona cercenando sus posibilidades de crecer electoralmente.