Friday, July 11, 2003

De la telebasura, defensas y condenas

Todo huele mal


El hedor de la mierda es insoportable sea cual sea su origen, pero la calidad del deponente no es la misma. Los principales creadores de telebasura españoles defienden que éste es un término "desfasado" y que en España se hace hoy la mejor televisión que se ha hecho nunca. Soportar la propia mierda es el mínimo profesional y de dignidad exigible. Acusar y echar culpas a los demás siempre ha sido cosa de necios, cobardes y bribones, términos nada desfasados.
Dicen los productores malolientes que basura son los telediarios controlados políticamente. No. Son manipulación, desinformación, totalitarismo, propaganda y ambición de poder.
La censura y la manipulación afectan a la información y a su función pública de permitir y facilitar el ejercicio de la democracia a los ciudadanos. Cuando se propician se cae en la propaganda, la tiranía y la traición a los ciudadanos y al Estado. Es responsabilidad de los medios y los ciudadanos libres denunciarlo y castigar a los políticos manipuladores y a los periodistas sumisos.
La telebasura es la recreación irracional y amoral de la vida privada a través de la renuncia a la intimidad de otros. Detrás sólo hay codicia y falta de imaginación. Una degradación de la condición del mirón extendida a la audiencia concebida como masa informe, falta de conciencia inteligente.
La información está obligada por la verdad. El entretenimiento sólo por el gusto. Confundir ambos es la más perversa estrategia de desinformación.

No hay inteligencia en la telebasura. Los «jóvenes, urbanos y con ciertos posibles» que dicen los productores son sólo eso. Ninguno de esos rasgos marketineros garantiza la calidad del producto, como tampoco condena a la ignominia a los espectadores, que al minuto siguiente al final de Hotel Glam pueden mirar las estrellas, leer o amar: hacer vida inteligente.
La inteligencia, como la energía, no desaparece, pero el ser humano es capaz de suspenderla a intervalos: Mr. Hyde está escondido tras cada par de ojos.
El problema no es la audiencia, sino la codicia de las empresas, y la insensatez y falta de escrúpulos de los productores y creadores de ese tipo de televisión, sean españoles, ingleses o chinos.
Existe una fina línea entre lo admisible y lo aborrecible. La tradición moderna la atribuye al propósito más que a la naturaleza. Se puede leer el Decamerón, los Fragmentos de noches romanas de Passolini o Querelle de Brest de Jean Genet escandalizándose o no. Pero todas esas obras, como tantas más, cuestionan la moral mayoritaria y defienden los derechos y libertades de «los otros», sean quienes sean.
Nada así hay en las Crónicas –con perdón de Ray Bradbury– de Javier Sardá, los «experimentos sociológicos» con los que Mercedes Milá justificaba Gran Hermano o las tonterías de aprendices de sátiros y ninfas de quirófano de los huéspedes de Hotel Glam.

La audiencia no justifica. De los 30 programas más vistos la temporada pasada, Gran Hermano es el noveno y Hotel Glam aparece en el puesto 23. Pero eso sí, son baratos, fáciles de producir y muy rentables.
En la clasificación destacan sobre todo las once series, españolas y extranjeras. Hay entre 4,5 y 7 millones de espectadores que ven regularmente Cuéntame, CSI, Los Serrano o El comisario.
No nos arrojen su mierda, por favor, tengan la decencia de aguantar sus calzones manchados con coraje.
No se escuden en la coartada de las palabras absortas del presidente del Gobierno, tengan la valentía de forrarse sin llamar idiotas a los demás.

La polémica ha animado las propuestas de autorregulación, como defiende el director general de Telemadrid, Francisco Giménez Alemán, que tuvo el coraje de acabar con la vergüenza de Tómbola nada más llegar al cargo.
Giménez-Alemán pone el acento en un modelo de financiación de la televisión pública liberada de la dependencia de los ratings –modelos hay– y la creación de un consejo audiovisual –como el que ya existe en Cataluña– que vigile los usos del espacio público televisivo y los comportamientos de las cadenas.
Ya se han levantado voces como las del consejero delegado de Tele 5, Paolo Vasile, en contra de semejante organismo por los presuntos peligros de censura y control que puede traer. Vasile defiende que se ocupe sólo de las públicas mientras las privadas crean su propio autorregulador.
Son temores para no echar en saco roto por la deficiente cultura democrática española y las ansias intervencionistas perennes de los políticos.

La debilidad democrática, la confusión moral y la codicia están detrás de la polémica. Es hora de que la democracia española sea capaz de regularse a sí misma y marcar sus reglas sin que nadie se escandalice por ello. Democracia no es hacer cada cual lo que le plazca, sino que todos nos dotemos de las reglas que entre nosotros, y por mayoría, acordamos.
Un mínimo de moral no es ser un meapilas. En todos los países civilizados del mundo se respeta una franja horaria en la que no se emiten determinados contenidos, igual que no se vende alcohol o tabaco a los menores.
Se supone a los adultos la capacidad de agotar su tiempo como quieran, pero no está de más proteger la infancia hasta que pueda pervertirse conforme a su propio gusto.
Al final está la sabia libertad de apagar la tele. Ese acto más difícil que la decisión de Saturno.
Que cada cual aguante su propia mierda pero, por favor, no la arrojen sin mirar.

ABC | Manuel Martín Ferrand | ¿Censura?