Obama ha sido reelegido. El huracán Sandy enterró una buena parte de la discusión entre Big vs. Small Government cuando los norteamericanos se dieron cuenta en carne propia de la necesidad de un sistema de emergencias que no entra en los planes de negocio. Cataluña grita independencia aferrada al reclamo de un gobierno más eficiente y cercano. Con pacto fiscal, la independencia flaquea. China elige nuevos líderes a la busca de una redistribución más justa de su riqueza en el imperio del capitalismo de estado comunista. Su nuevo presidente será el primero nacido tras la revolución, amante de lo norteamericano y con una hija estudiando en Estados Unidos. PP y PSOE, los partidos mayoritarios, se hunden en las encuestas mientras el arranque de la campaña en Cataluña retrasa hasta el lunes un acuerdo para limitar los desahucios que obvia a IU, el partido que ya reclamó esa medida a Zapatero, a iniciativas legislativas como la del Parlament de Catalunya por la dación en pago. Crece la demanda de una democracia de las cosas pequeñas y cotidianas.
La política de los grandes principios está en crisis. La partitocracia y las superestructuras políticas ahogan la participación ciudadana en la democracia. Los mensajes de los grandes partidos y de los líderes políticos están muy lejos de las preocupaciones de los ciudadanos. PP y PSOE pactan y legislan a golpe de muertes (suicidos por desahucios, asesinatos de menores, sucesos trágicos como Madrid Arena, dependientes abandonados, etc.), miedo (inmigración, independencia, etc.), urgencias económicas y sacudones en la opinión pública.
La vida cotidiana se vive muy lejos de la endogamia del Congreso y las retrasadas discusiones de los órganos constitucionales y jurisdiccionales. La política del desencanto se impone y los ciudadanos buscan otras alternativas en los partidos minoritarios o en causas cívicas, humanitarias, humanas: de la oleada de simpatía contra los abusos hipotecarios a la defensa de la sanidad, la educación pública o el matrimonio homosexual de la puerta de enfrente.
Muchos como Dani Rodrik se preguntan por qué la democracia se ha convertido en espectáculo y cómo es posible que un país como Estados Unidos olvide en la elección de su presidente urgencias tan reales y cotidianas como la tragedia de las armas de fuego, el cambio climático o la crisis sanitaria y se prodigan las manipulaciones, la propaganda o las medias verdades, que siempre son ladinas mentiras.
Asistir a un mitin en cualquier campaña electoral, escuchar las ruedas de prensa del Consejo de Ministros o presenciar los debates de Congreso y Senado son despeñarse en la política del desarraigo.
Hannah Arendt ya nos avisó que ninguna época anterior toleró tantas opiniones diversas fundadas en tantos errores, prejuicios y mentiras. “La libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”, decía en Verdad y política en defensa de la verdad de los hechos frente al discurso del poder.
Antes de la caída del muro en 1989 la verdad de los hechos, la verdad cotidiana que inspiró la democracia participativa y creativa de John Dewey o la verdad democrática base de la lectura federalista de la constitución norteamericana por James Madison, sólo sobrevivía tras el Telón de Acero en las mesas de las cocinas de sus vigilados ciudadanos y en las conversaciones particulares.
Primero Vaclav Havel y más tarde Adam Michnik fundaron las revoluciones de terciopelo en vivir en la verdad, vivir como si fuéramos libres, vivir como si la gran mentira de las dictaduras opresoras no existiera. Recuperar la radical humanidad de las personas aunque la polis –el espacio público- no exista y sólo la charla privada abra un resquicio a una libertad siempre amenazada.
Vivir en libertad y en la verdad aunque ambas no existan es la mayor revolución. Arundhati Roy pintó como nadie esa necesidad de ser nosotros, libres en cada pequeña cosa, para romper las barreras y prohibiciones políticas, religiosas, étnicas, sexuales… en su novela El dios de las pequeñas cosas.
Recupero su título y la senda de Jeffrey Goldfarb para ahondar en la necesidad de la política de las cosas pequeñas contra la política ineficaz para mantener el bienestar de los ciudadanos y el bien común.
Nada deslegitima tanto al poder político como las demandas concretas, factibles, sociales, ciudadanas, como ha repetido Slavoj Zizek. Nada tan revolucionario como pedir al poder político lo que no es capaz de hacer a pesar de que una mayoría de los ciudadanos entiende la urgencia y justicia de esas peticiones.
La Ilustración puso al hombre ante dios cara a cara. La secularización y desacralización del poder hizo posible la democracia tanto ante la autoridad divina de los reyes como ante el control de las iglesias.
Necesitamos una nueva secularización para despojar al poder político del control del lenguaje que envuelve en abstracciones las demandas públicas para evitar la democracia de los hechos cotidianos. Ese es el verdadero fin de las ideologías, equiparable al anuncio de la muerte de dios por Nietzsche.
Las verdades de hecho, la esencia del diálogo ciudadano y la cuna de la democracia entendida por Arendt, Havel, Roy, Harold Pinter, Michael Foucalt o Zygmunt Bauman tienen que ser contrastadas contra la idiotez política.
El capitalismo financiero y codicioso reemplaza a los viejos poderes, a las ideologías y secuestra la democracia con la inevitabilidad de sus intereses convertidos en leyes incuestionables y aplaudidos por quienes ponen el interés de unos pocos por encima del del resto. A falta de ideologías y grandes principios, mercado, dicen algunos. Pero sólo una versión de un mercado que no se regula a sí mismo, sino una entropía que acaba devorando industrias, países, trabajadores y ciudadanos en la enorme fuerza negativa de su inagotable codicia.
La pobreza de ideas de una socialdemocracia sometida a la inevitable superioridad de un capitalismo que permanentemente se reinventa a sí mismo ayuda a ese abandono del bien común.
La tecnología ha venido en ayuda de los ciudadanos. La capacidad de los medios digitales para convertirse en un nuevo espacio público donde la mesa camilla, la conversación en voz baja o la proclama en voz alta coinciden alumbra una nueva polis donde vivir en la verdad de los hechos y abrir el debate público a todos es la mayor oposición posible a un sistema donde el voto tarda en representar a las nuevas fuerzas sociales.
Sostener y mejorar la calidad democrática y política de esa fuerza deliberativa y participativa es imprescindible para consolidar la emergencia de los nuevos movimientos políticos de la democracia de las pequeñas cosas, del 15M a la independencia que se desgañita por una política más eficiente y de un tamaño más humano frente a la enormidad de la globalización y sus fuerzas irrefrenables.
Esos son los principios que he defendido en algunas propuestas para refundar la socialdemocracia o para crear un nuevo sistema operativo político y social apoyado en la capacidad de la ciudadanía de comunicarse, debatir, organizarse, gobernarse, crear y defender sus intereses en un sistema inclusivo y participativo, como demandan Daron Acemoglu y James Robinson en su libro Por qué fracasan las naciones, un buen resumen de la crítica a las instituciones como causa, víctimas, verdugos y resultado de la imposición de los intereses más egoístas contra los más democráticos.
La democracia de las pequeñas cosas, demandar la eficacia política cotidiana, la responsabilidad inmediata, la transparencia concreta, la respuesta a la injusticia y a lo inapelable de los hechos es la mayor revolución posmoderna, postpolítica y postideológica.
Necesitamos políticos, sistemas, conocimiento, lenguaje y medios que respeten y trabajen la política de los hechos en interés de quienes sufren sus consecuencias en busca de mejores soluciones a sus problemas y de más igualdad en sus oportunidades para afrontarlos sin dejar a nadie quede excluido por falta de conocimiento, ahora que el poder se funda más que nunca en ese recurso inagotable, que debe ser información y no rumor (Daniel Innerarity). El resto es propaganda.