Los políticos y la televisión se aman. No pueden vivir el uno sin el otro. Si pensaba que la futura ley audiovisual al fin presentada por el Gobierno romperá vínculos entre ambos, olvídelo. La ley mantiene las buenas relaciones.
La ley para ordenar el caótico sector audiovisual abarca todos los medios, más allá de que gracias a la convergencia con internet y las redes de telecomunicaciones, muchos ya no necesiten del dominio público de las frecuencias radioeléctricas.
Mantiene un enorme telestado con una definición laxa y poco detallada de lo que debe ser la radiotelevisión pública y sólo aleja la publicidad de RTVE: autonomías y ayuntamientos deberán decidir cómo financian sus medios. Pero deja abierta la puerta a la privatización de radios y televisiones públicas.
Crea un nuevo órgano, el Consejo Estatal de Medios Audiovisuales, con capacidad de control tanto del mercado audiovisual como de los contenidos, además de custodiar el servicio público. La ley es exquisita con las grandes cadenas, aumenta la duración de las licencias y les otorga derechos preferentes para acaparar nuevos medios y oportunidades.
Pierden quienes esperaban más austeridad, menos control político y mayor pluralidad real en un mercado más atento a las fusiones. Pierden los ciudadanos, cercados por la miríada de televisiones públicas que, a falta de una definición exigente del servicio público, seguirán financiando la mayor maquinaria de propaganda política del país. Pierden la televisión de proximidad y las iniciativas sociales sin ánimo de lucro. Y el nuevo Consejo Audiovisual, otro organismo para el control político y el reparto de canonjías, se crea cuando en los países con más tradición reguladora se unifican funciones con los organismos de telecomunicaciones para abordar con criterio único los desafíos de la sociedad de la información. Pero esta es una ley con demasiadas herencias.
Columna en los medios de Vocento