Megaupload se lucraba con contenidos protegidos por copyright subidos por los usuarios, a los que se premiaba para subir más contenidos. Una estimación (siempre dudosa) de pérdidas de 500 millones de dólares para la industria de contenidos y 175 millones sólo en su persecución legal. Tenía 150 millones de usuarios registrados y 50 millones de usuarios diarios.
Megaupload no es una red P2P (peer to peer), funcionaba con sus propios servidores para alojar los archivos y cobraba por descargas rápidas o por streaming (contenidos sin descarga). Los pagos de los usuarios y la publicidad son sus ingresos. Un negocio importante al no pagar a los dueños de los contenidos. Además premiaba a los usuarios que subieran más archivos y los enlazasen y promocionasen en internet.
Pero el servicio también se utilizaba para alojar documentos y archivos legales o sin restricciones de derechos de autor. Un precursor de los servicios de alojamiento en la nube actuales. La nota del FBI y de Departamento de Justicia explica que desincentivaba a los usuarios de contenidos legales al borrar los archivos poco descargados.
El gobierno norteamericano y todos los que hayan usado Megaupload saben que la voluntad de lucro con material no autorizado era evidente y expresa. Pero muchos usuarios no distinguen entre los propósitos legítimos o no de las herramientas y las usan sin discriminación.
Por último, además de las pruebas sobre el conocimiento de las actividades ilegales, que habrá que demostrar en los tribunales, el FBI acusa a los responsables de la web de no retirar los contenidos denunciados por sus dueños legítimos (como en YouTube y tantos sitios), sino sólo cambiar los enlaces.
El cierre de Megaupload se produce tras la gran jornada de luto contra las leyes SOPA y PIPA que pretenden endurecer la lucha contra las descargas y dotan a los demandantes de poderes de control y censura de la propia arquitectura de internet. Anonymus respondió al cierre atacando las webs del gobierno norteamericano en una escalada ciberbélica preocupante.
Algunas lecciones:
El mercado de los contenidos debe adoptar la innovación tecnológica y de negocio digital.
Está obligado a cambiar aumentando la oferta digital, acortando las ventanas de exhibición actuales para ofrecer los contenidos cuando concentran el interés de los consumidores y en un mercado de acceso total a través de varias plataformas y aparatos, de la televisión a los móviles.
Un mercado donde la propiedad ya no importa, lo valorado es el acceso y el uso.
Los consumidores buscan precios más baratos y más ajustados a su consumo.
Hasta el punto de resignarse a peor calidad, esfuerzos y limitaciones técnicos o simplemente poder pagar suscripciones (como en el streaming legal) en lugar de micropagos y al revés, elegir sólo canciones (la revolución de iTunes) en lugar de álbumes completos.
La industria debe repensar la saturación de contenidos actual y cómo los comercializa.
La obra es la primera copia digital, mejor comercializarla. Cuando una obra está digitalizada no se puede detener su distribución. Mejor aprovechar la doctrina de la primera venta (first sale) y reconocer que es ineficaz restringir la distribución de contenidos y es mejor aumentar sus métodos y canales de distribución. Más derecho de participación (droit de suite) y menos exclusividad de explotación, ineficaz contra la distribución no autorizada.
Del canon digital a una licencia universal para rentabilizar los contenidos digitales.
La compensación equitativa a los autores de nuestras leyes condena a los ciudadanos a pagar indiscriminadamente por soportes u obras, o crea un impuesto privado que las gestoras de contenidos cobran a todos los ciudadanos, como ahora cuando el canon digital se paga con los Presupuestos del Estado.
Al desregular la copia y aceptar la imposibilidad de controlar la distribución es mejor aplicar una licencia universal sobre los contenidos a pagar por todos los comercializadores y distribuidores de las obras. Exigir ese pago debe ser la tarea de las autoridades, no amenazar con leyes sin suficientes garantías (ley Sinde, SOPA, etc.) que colisionan con los derechos fundamentales.
La penalización legal en ese escenario se aplicaría a quienes se lucren de mala fe sin someterse a un mercado abierto y sin más restricción que la debida compensación a cada eslabón de la cadena de valor.
Un pacto de honestidad entre autores, industria y consumidores.
Si se eliminan las barreras de distribución, se abre el acceso a todas las plataformas y dispositivos técnicamente preparados, se establece un sistema de licencias universal con precios competitivos -más competencia y arbitraje, más acceso a redes y contenidos, menos oligopolios y restricciones lo aseguran, como ha ocurrido en la telefonía móvil, por ejemplo- nadie debería violar esas condiciones de buena fe.
Por tanto los intereses de unos y otros coincidirían en un mercado abierto, sin posición de dominio excesiva de nadie. Los consumidores tendrían mejor información y más opciones para sus necesidades sin buscar atajos ni sumarse a una cultura de la irresponsabilidad que sólo conduce al abuso y la confusión.
La industria debe repensar la saturación de contenidos actual y cómo los comercializa.
La obra es la primera copia digital, mejor comercializarla. Cuando una obra está digitalizada no se puede detener su distribución. Mejor aprovechar la doctrina de la primera venta (first sale) y reconocer que es ineficaz restringir la distribución de contenidos y es mejor aumentar sus métodos y canales de distribución. Más derecho de participación (droit de suite) y menos exclusividad de explotación, ineficaz contra la distribución no autorizada.
Del canon digital a una licencia universal para rentabilizar los contenidos digitales.
La compensación equitativa a los autores de nuestras leyes condena a los ciudadanos a pagar indiscriminadamente por soportes u obras, o crea un impuesto privado que las gestoras de contenidos cobran a todos los ciudadanos, como ahora cuando el canon digital se paga con los Presupuestos del Estado.
Al desregular la copia y aceptar la imposibilidad de controlar la distribución es mejor aplicar una licencia universal sobre los contenidos a pagar por todos los comercializadores y distribuidores de las obras. Exigir ese pago debe ser la tarea de las autoridades, no amenazar con leyes sin suficientes garantías (ley Sinde, SOPA, etc.) que colisionan con los derechos fundamentales.
La penalización legal en ese escenario se aplicaría a quienes se lucren de mala fe sin someterse a un mercado abierto y sin más restricción que la debida compensación a cada eslabón de la cadena de valor.
Un pacto de honestidad entre autores, industria y consumidores.
Si se eliminan las barreras de distribución, se abre el acceso a todas las plataformas y dispositivos técnicamente preparados, se establece un sistema de licencias universal con precios competitivos -más competencia y arbitraje, más acceso a redes y contenidos, menos oligopolios y restricciones lo aseguran, como ha ocurrido en la telefonía móvil, por ejemplo- nadie debería violar esas condiciones de buena fe.
Por tanto los intereses de unos y otros coincidirían en un mercado abierto, sin posición de dominio excesiva de nadie. Los consumidores tendrían mejor información y más opciones para sus necesidades sin buscar atajos ni sumarse a una cultura de la irresponsabilidad que sólo conduce al abuso y la confusión.