Sam Spade y Philip Marlowe lo sabían. Sigue al dinero y tendrás la respuesta oculta tras un halcón maltés en un sueño eterno. Para pesadilla, la de los derechos de autor y la propiedad intelectual. Los grandes de internet cerraron sus páginas con un fundido en negro para protestar contra dos proyectos de ley contra las descargas: la Stop Online Piracy Act (SOPA) y Protect Intellectual Property Act (PIPA). Si son aprobadas abrirán la puerta a una censura digital sin precedentes. Las autoridades norteamericanas podrían bloquear webs extranjeras con menos pruebas y más discrecionalidad que las empleadas dentro de Estados Unidos por la Digital Millennium Copyright Act (DMCA).
La ley ataca a la misma arquitectura de la red bloqueando los dominios (el código que identifica cada sitio) de los denunciados, impidiendo su acceso a través de los proveedores de internet o eliminando sus páginas de los buscadores. Un gran agujero negro en internet o la gran muralla digital norteamericana.
Parece un conflicto de derechos, pero no lo es. Es una gran pelea por el negocio entre dos mundos, dos economías, dos culturas. Una es una industria cercada por sus propios pecados, sus abusos, un mercado saturado y donde las novedades pasan más rápido que lo que se tarda en degustarlas. La otra, disruptiva, innovadora, basada en una tecnología y una economía que ofrece el mayor acceso a los contenidos y la información de la historia al menor precio.
La máquina del hiperconsumo se ha hecho tan perfecta que amenaza sus propios fundamentos. Los internautas no pueden parar de consumir, incapaces de gestionar y renunciar a la abundancia. Los contenidos se hacen parte de su identidad compartida en las redes sociales, la identidad de dominio público. Enlazan y publican lo que les gusta y muchos descargan todo lo que no están seguros de querer pagar o lo que quieren tanto que no están dispuestos a esperar a las ventanas de exhibición y los tiempos de un mercado obsoleto y cuando la propiedad ya no importa en la era del acceso inmediato y ubicuo, a un toque de dedo en una pantalla.
Ante la falta de oferta competitiva y a precios de mercado, como bien recuerda el editor Tim O’Reilly, descargas. Las iniciativas legislativas como las norteamericanas o la ley Sinde sancionada por el gobierno Rajoy son los estertores de una industria y un mercado obligados a reinventarse.
Contra SOPA y PIPA ha aparecido una nueva iniciativa llamada Open Act que intenta poner el problema donde muchos pensamos que está: en el dinero, no en la gente. Open Act diseña un sistema con garantías a los derechos fundamentales para evitar que quienes quieren lucrarse con el comercio de obras no autorizadas por sus creadores y distribuidores puedan hacerlo.
Le falta la reforma de las licencias de contenidos para hacerlas más flexibles y baratas, como prometió el PP en su programa electoral y por ahora no cumple. Como suele explicar el dueño de Amazon, Jeff Bezos, la clave del mercado digital es ofrecer productos premium (de alto valor) a precios bajos. Sólo unos pocos como Apple pueden mantener la fascinación del consumidor por sus productos, a cambio de otra clave: un diseño, simplicidad y funcionalidades que convierten el consumo en una experiencia única. Un frenesí.
La clave para evitar el entuerto es perseguir el dinero: evitar el lucro de actividades comerciales ilegales manteniendo los derechos y con supervisión de autoridades independientes y no perseguir a los usuarios que sólo quieren compartir y recomendar su deseo y su placer. Y nada como el público para hacer el mejor marketing, como ya están demostrando las redes sociales.
Por cierto, perseguir el dinero es hacer pagar lo justo y equitativo a quienes se lucran de las obras de los demás. No vale esconderlo, como ha hecho el Ministerio de Cultura con el nuevo canon digital, que ha pasado de injusto por indiscriminado a universal y más injusto al ser pagado (aún no se sabe cómo) por todos –usuarios de descargas o no, internautas o no, honestos o arteros- vía Presupuestos del Estado. Perseguir el dinero, no esconderlo. O los derechos de autor acabarán como esas televisiones públicas que ahora tanto cuesta reformar.
Columna en Estrella Digital