"Quiero que esa historia deje de ser mi relato. Quiero que sea la historia". Palabras de Rosario Cunillera, exiliada mientras su padre estaba en una cárcel franquista, durante el pleno sobre la ley de memoria histórica.
"Escritores, periodistas, cineastas, fotógrafos y todo tipo de artistas de primera fila llegaron a España entre 1936 y 1939 para relatar una guerra que, con el paso del tiempo, se ha convertido en literatura para la historia", dice El País a propósito de unas jornadas sobre el tema.
Una guerra hecha en la literatura (Orwell, Koestler, Hemingway y tantos españoles: Cernuda, siempre) y en los medios, de entonces y de después.
Historias personales nunca reconocidas como historia. La historia oficial pervive en las lápidas de los cementerios, los monumentos, las condenas sumarísimas e injustas no revisadas, las calles de gloria de unos pocos.
¿Sobrevive la historia cuando sólo es literatura?
A lo mejor perdemos el sentido de la realidad y creemos que aquellos hechos, aquellas penas y violencias, sólo fueron una ilusión colectiva.
De la memoria histórica a la amnesia histórica. Peor, la historia, al menos una parte, como farsa.
Y entonces los sublevados reales tenían razón. ¡Muera la inteligencia!, gritó Millán Astray, ¡Muera la imaginación!, podía haber gritado. Dictaduras reales (la paz de los cementerios) contra repúblicas de ensueño y pesadilla (un país en conflicto consigo mismo).
Posiblemente la memoria histórica no existe. Tampoco sé cuándo es su tiempo adecuado. Pero hay muchas historias sin contar. O peor, manipuladas, hechas ficción excepto para quienes las sufrieron y aún las sienten.
El dolor es real. También el olvido.