Sunday, September 13, 2009

Partitocracia

La partitocracia es una pandemia crónica en España, como bien dice Emilio Lledó en un atinado artículo en El País. Es difícil encontrar otro país donde una democracia tan burocratizada y profesionalizada como la nuestra cuente con tantos recursos para sostener su poder.
Y crecen.
Por eso no es una sorpresa ver cómo una mayoría de políticos mantienen silencio sobre la reducción de los cargos políticos y de libre designación. Callan también sobre una necesaria reducción del gasto político: el empleado en objetivos, acciones y personal ajenos a la gobernación. Gastos cuyos fines son la propaganda y el tejido de un sistema clientelar y burocrático que justifica una gran parte del personal y gastos de la abultada administración pública (estatal, autonómica y local).
Un sistema defendido con uñas y dientes por todos en un reparto de cargos y prebendas muy pocas veces cuestionado y que crea absurdos pactos y discusiones como las protagonizadas por los sillones senatoriales de las dos portavoces del PSOE, Leire Pajín, y el PP, María Dolores de Cospedal. Sillones con abultada retribución y poca responsabilidad para dedicarse a sus cargos en los partidos. Vergonzoso.
Las cifras son apabullantes.


La Administración del Estado cuenta con 409 altos cargos y más de 6.100 empleados que no son funcionarios ni personal laboral, categoría donde se ubican la mayoría de puestos de libre designacion. Casi el 3% de sus empleados.
Pero la cifra, como cualquiera que conozca la administración y el tejido clientelar español, es ridícula si se compara con el 23% del personal de las autonomías ocupado por eventuales, interinos, contratados y demás puestos y cargos que dependen de la decisión política.

Son más de 307.000 personas de los 1,33 millones de empleados por las autonomías. A la cabeza en el ránking de personal no laboral está Andalucía, con un 25% de sus empleados autonómicos; la Comunidad Valenciana, con más del 23%; seguidos por Cataluña y Madrid, con ambas superando el 22%, según datos del Ministerio de Política Territorial.
Pero la partitocracia no acaba ahí. Esas cuentas no incluyen los altos cargos de los gobiernos autonómicos y los municipales. Junto a los más de 409 altos cargos del Estado hay que sumar promedios de un centenar de puestos en cada una de las autonomías menos pobladas y cifras de entre 300 y 550 en las más grandes y poderosas, según los datos de cada autonomía.
Y pocos gobiernos han reducido ese número en estos años de crisis.
La poltrona sigue siendo un mal hereditario retratado reiteradamente en la literatura española desde la era de la alternancia bipartidista decimonónica.
Y seguimos, con la única incorporación de los partidos nacionalistas a la nómina.
Una gran parte de los males de la vida pública española vienen de esta situación. Además de la corrupción económica que desde hace meses llena los titulares de los periódicos, lo peor, como dice Lledó, es la "corrupción de la mente, de la conciencia, de la sensibilidad, y del compadreo para defender los intereses casi siempre oligárquicos".
Esa corrupción infecta a muchos políticos, gestores de subvenciones y adjudicaciones, pero también de la propaganda y la mentira. Se extiende entre sus partidarios, por clientelismo o adoctrinamiento. Una ojeada a los comentarios de la mayoría de los diarios digitales es suficiente para ver los síntomas del mal en la ciudadanía.
La partitocracia deteriora además terriblemente la política porque encuentra en la discusión y el debate ideológico la materia adecuada para su podredumbre.
El resultado es la nefasta falta de ideas de la política actual, el mito de la centralidad que expulsa todo lo incómodo y arriesgado del debate político y la explotación demagógica de ciertas causas, las más poderosos para crear filiaciones en los ciudadanos con objetivo de sostener la falsedad partitocrática.
Todo para encubrir la lucha por el mantenimiento del poder burocratizado.
Cómplices: los medios de comunicación. Primero los públicos, manipulados y utilizados como herramientas de poder. Pero también la gran mayoría del resto, atrapados en la tiranía de una escala de valores y una jerarquía informativa que depende más de lo que se dice y de quién lo dice, que de lo que se hace, para qué y con qué resultados.
El problema no es sólo la investigación de la corrupción, sino ese ensimismamiento en lo convencional, lo políticamente correcto. Esa esfera de poder y dominación que la política y las instituciones (incluidas las grandes empresas) marcan. Una masa informe de dominación que se difunde como una epidemia en un tejido social y ciudadano mucho más pasivo y dependiente del poder político y su poder económico y discrecional de lo que muchos quisieran.